Terrazas con sol y toldo.

Érase una persona maravillosa que hablaba a los animales -a un perro más feo que un cardenal en el ombligo y a un gato callejero con esos ojos que sabes que te van a traicionar de un segundo a otro-. Tenía un nombre mágico, como más me gusta. Se salía de lo típico por el ronroneo de erres que provocaban sus apellidos. Evocaba conchas, arena y redes varadas en la orilla. Sonaba a cuevas de esas que hay por Calabardina, con sus vírgenes y sus pececitos que habitan el coral. Reminiscencias marinas.


Dos orejas muy hermosas que sabían escuchar y unos labios rojos que se pintaba, a veces, todavía más rojos y que eran de los labios rojos más bonitos que he visto. Tripulante experimentada de cachivaches situados sobre tierras movedizas. Era fuerte. Tenía dos cojones la niña de las canciones pop que alegran tardes taciturnas.


Y el caso es que estaba yo una tarde saliendo del letargo, o eso me creía. Cuando me doy viajes largos hago como aquel personaje de la novela de García Márquez y duermo tres días seguidos -o casi-. Estaba yo despertando de la hibernación cuando ella me dio el calor que me hacía falta. Eso de que en casa llueva no es típico por estas fechas. Ya saben que los cambios de temperatura provocan catarros de lo más tonto. Me dio patatas fritas y refresco de cola en una terraza con sol y toldo y hablamos de lo nuestro. De lo suyo y lo mío. Pues eso, de lo nuestro.

Pequeños gestos que alegran a cualquiera. Sólo quería contarlo. Sólo eso.

This entry was posted on domingo, 5 de junio de 2011 and is filed under . You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0. You can leave a response.

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